17 abril 2024

Editorial

Editorial, 26 de Marzo 2024

San José de Apartadó, Antioquia, Colombia.
Nallely y Edinson viven en una vereda llamada La Esperanza en lo alto de una montaña, la Serranía del Abibe. Ambos hacen parte de la comunidad de paz de San José de Apartadó, una comunidad que resiste desde hace 27 años de manera no-violenta al desplazamiento forzado por grupos armados al servicio de los grandes mercados de la industria y del narcotráfico. Una comunidad que ama y defiende su territorio, sus bosques, sus ríos y las piedras de sus ríos. Como todos los otros miembros de la Comunidad de Paz, Nallely y Edinson se oponen a la construcción de una carretera ilegal impuesta por paramilitares, militares y traficantes al servicio de los grandes poderes de la región. Carretera que pasa precisamente por su vereda llamada La Esperanza.

El pasado 19 de marzo, Nallely y Edinson fueron asesinados.

Toribío, Norte del Cauca, Colombia.
Carmelina es una Mayora del pueblo nasa. De estas mayoras que orientan a las nuevas generaciones mientras teje jigras y mochilas. De estas mayoras que, desde hace años, empuñan sus bastones de guardia indígena cada vez que es necesario defender el territorio de los actores armados, de los narco-traficantes, de las multinacionales, de los extractivistas. Carmelina también acompañó ese día a la comunidad, cuando estaban tratando de rescatar unos jóvenes que iban a a ser reclutados a la fuerza por un grupo armado al servicio del narcotráfico.

Ese día, 17 de marzo Carmelina fue asesinada.

Las bombas y la balas llueven. Los funerales y los duelos se suceden, unos a otros. Las noticias caen, contundentes y inexorables. Nos recuerdan que vivimos en un territorio donde nunca paró la guerra. Una guerra que no se puede disociar de su dimensión colonial, hace 500 años como hoy: es para defender el territorio, la tierra, la Madre Tierra que las comunidades nasa y campesinas luchan. Es para defender todos los saberes, practicas, formas de vivir que son arraigadas y cultivadas en ella hace miles de años. Y también es por eso que son la piedra en el zapato del poder.

Desde este rincón del mundo, somos testigos de otro escenario de guerra, en Gaza. Allá, las consecuencias de la opresión colonial están llevadas al extremo, hasta el genocidio. Allá, llueven balas, bombas, pero también cargamentos de ayuda humanitaria -abyecta limosna de las grandes potencias para comprar su salvación redentora y así maquillar su horrible complicidad. Es un aguacero de indignidad sin nombre. Frente a estas espirales de violencia y destrucción que se repiten y se intensifican, y frente a la impunidad de los responsables, nos sentimos indignados, furiosos, desesperados, impotentes.

Entonces, ¿para qué seguir haciendo teatro?
Nos lo preguntamos a veces, como el grillo atrapado por el invierno y que piensa en toda la comida que habría tenido que guardar al lugar de cantar a todo pulmón. Acá, al verdad, no sufrimos del invierno sino de la sequía. La lluvia se enfermó. Viendo que las balas la remplazaron, se siente aburrida. No tiene animo para compartirnos la bendición del agua.

Y nosotros, pues, igual. Frente a época tan oscura, casi que se nos acaba el aliento, se nos rompe la voz, se nos apaga la imaginación.

Pero entonces, de pronto es justamente por eso es que hay que seguir haciendo teatro.

El teatro como una fuerza de la memoria.
Pero ojo, no la memoria que se archiva como los álbumes de fotos que apenas abiertos ya se están cerrando y se llenan de polvo guardados en algún armario. No la memoria paralizada como los grandiosos monumentos de la Historia impuesta que afortunadamente se están empezando a tumbar. No la memoria que repite y obedece como las lecciones escolares aprendidas maquinalmente sin tocar nunca el corazón.

No, hablamos de la memoria como fuerza de vida; aquella que siempre brota de nuevo como un ojo de agua, aquella que nunca dejará de existir como un bosque talado que vuelve y vuelve a retoñar. La memoria que acciona. Porque la esperanza vive en las historias que guardamos en el corazón y que nos contamos para poder seguir caminando. Porque la palabra es mágica y que al momento que se teje del lado de las resistencias, les da fuerza para permanecer y convocar.

Tenemos que contar las luchas de las comunidades para defender los territorios y vivir libres. Aquí como allá queremos seguir apoyando estas resistencias de las comunidades frente a los monstruos del miedo y la destrucción colonial y extractivista. Tenemos que poner en escena su coraje, su determinación, sus sabidurías, sus risas, sus recursos infinitos. Tenemos que seguir murmullando, gritando y compartiendo les historias de la gente de a pie y de pie, los relatos de aquellos que defienden el valor de la vida por encima de la cobardía traicionera de los enfermos de la ambición. Operación bullicio: que nuestros relatos inunden sus industrias, sus batallones, sus templos de la bolsa, se enreden como bejucos en sus maquinas de muerte, lleguen cómo avalanchas en sus emisoras del no-pensar, arriba en sus cumbres destructoras.

Para que podamos imaginar qué es posible resistir a la maquina aplanadora del capitalismo; al extractivismo, a la guerra, a la homogeneización del mundo, a las violencias coloniales y racistas.

Que el arte sea como la lluvia del amanecer después de la sequía del verano. Que nos lave todo el miedo que nos han echado en los pulmones y nos permita seguir tejiendo la vida con alegría, transformando el dolor de la muerte en cantos de resistencia.

Nallely, Edinson, Carmelina y todos los demás nos soplarán el libreto, y el viento la melodía de las canciones. El río nos dará la arcilla para esculpir los personajes, y lo demás, lo colectaremos en medio de las sopas comunitarias y de las mingas, en este territorio que nos adoptó y que nos a dado tanto. Más que nunca creemos en un teatro arraigado y hermanado con la vida de la cuál somos los humildes artesanos, admirativos y agradecidos.


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